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EL VIGILANTE PSICOLÓGICO

por | 4 Jun, 2023 | Inteligencia Emocional | 0 Comentarios

En nuestra vida cotidiana muchas veces nos dejamos llevar por arrebatos y decimos o hacemos cosas que más tarde, tenemos que arrepentirnos.

Más aún, cuando sabemos que hemos de enfrentarnos a una situación tensa, difícil, en la cual podemos perder los nervios, nos tranquilizamos de antemano diciéndonos que, pase lo que pase, vamos a mantener la calma, sin embargo, llegado el momento, una palabra o un gesto pueden hacernos enfurecer y reaccionar de forma imprevista y opuesta a la que hablamos planificado.

Cuando esto sucede, decimos que hemos perdido el control y eso es exactamente lo que ocurre; porque si bien el cerebro pensante controla habitualmente nuestros actos, en los momentos de crisis quien da las órdenes es una pequeña estructura del sistema límbico llamada amígdala.
En un principio podría parecer extraño que, siendo nuestro cerebro un órgano tan evolucionado y potente, presentara una falla de tal naturaleza, pero eso tiene su explicación: la amígdala es una especie de vigilante que analiza las señales que llegan por los sentidos a fin de determinar si en el exterior hay que cruzar la calzada saber ver si un coche se nos viene encima, daremos un brinco para salir de su trayectoria y evitar el atropello.

Esa es una acción que no ha sido evaluada ni planificada; ha sido automática y determinada por la amígdala.

En el momento en que las percepciones visuales del coche han llegado al sistema límbico, esta estructura ha dispuesto la secreción de hormonas necesarias para que el cuerpo efectúe una huida.

Nos damos cuenta del peligro que hemos sufrido y tomamos conciencia del salto que hemos dado sólo un instante después, cuando la información llega el neocórtex y la amígdala ya ha hecho su trabajo.

Probablemente una vez a salvo, también percibamos que tenemos taquicardia, la respiración esta agitada y el cuerpo tenso como producto de la descarga hormonal que ha sufrido.

La amígdala actúa frente al peligro antes de que lo haga el neocórtex porque las señales que llegan al tálamo sigan dos vías; una rápida y corta hacia la amígdala y otra larga y lenta al neocórtex.

Cuando éste se entera de lo que está ocurriendo, la amígdala ya ha tomado las riendas y organizado la defensa.

La huella emocional

Una de las características importantes del sistema límbico es su capacidad de almacenar recuerdos y respuestas antiguas que puede activar ante un peligro.

Estos datos se guardan a través del hipocampo y de la amígdala.

El primero conserva el registro de los hechos tal y como han sucedido (la visión de la calzada, el coche, el semáforo, etc.) y la amígdala registra la emoción, el miedo cuando el coche se vino encima.

Desde el punto de vista de la evolución esto supone una gran ventaja, ya que permite tener una experiencia útil de lo agradable, lo desagradable, lo temible o lo peligroso, a la vez que dispara una respuesta automática ya preparada.

El problema es que el programa de comparación que utiliza la amígdala es muy tosco y primitivo, lo cual da lugar a que a menudo haga sonar la alarma ante situaciones que no entrañan ningún peligro.

Cierto día Betty C., una mujer de 28 años, volvía del hospital de visitar a su pequeña que estaba ingresada.
Había sido un día agotador, tenso, y ella se sentía suma-mente asada.
El autobús iba lleno y un hombre que viajaba a su lado le dio sin querer le dio un pisotón.
Al darse cuenta de que la había pisado, el hombre le dijo: «Perdone»; pero Betty, en lugar aceptar su disculpa, le contestó furiosa: «más perdone será usted!».
El porqué de una reacción tan extraña hay que buscarla en el cerebro límbico de Betty, donde estaban almacenadas las experiencias de peleas infantiles con sus hermanos mayores.
A menudo, cuando no quería hacer lo que ellos ordenaban, la pegaban, la empujaban; como se quejara, solían tirarle de las trenzas llamándole tonta.
La única palabra que encontraba de responder a sus agresiones era decirles “más tonto serás tú”.
Al percibir el dolor del pie y la información auditiva de la disculpa, Betty reaccionó emocionalmente disparando la respuesta automática que empleaba con sus hermanos «más perdone será usted».

Tal vez otro momento no hubiera respondido así, pero su organismo, después de pasarse el día en el hospital, de vivir la incertidumbre del estado de su hija, estaba más en tensión y alerta de lo costumbre.

Cuanto mayor sea la carga emocional que acompaña un hecho, más profundamente queda grabada en la mente y más indeleble es su registro.

Muchos de los recuerdos emocionales provienen de la primera infancia, de una etapa en la que el niño sólo puede comunicarse con sus padres a través de las emociones.

Los quejidos, el pataleo de alegría, el llanto desesperado transmite a quienes le rodean cómo se siente.

Por otra parte, los tonos de voz, las sonrisas, las caricias que recibe, son la que le hace saber que es aceptado, que está protegido, que su vida no corre peligro.

En un estadio en que el niño no tiene manejo verbal, por tanto, no controla su expresión emocional.

Las emociones sufridas en estas etapas quedan almacenadas en el sistema límbico como posibles programas de emergencia, listos para ser puestos en marcha en cuanto la ocasión lo requiera.

Por eso en los momentos críticos cuando somos presos de la furia, la tristeza o el miedo, podemos llegar a responder con estallidos emocionales, como si fuéramos pequeños, en lugar de hacerlo racionalmente como adultos.

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